Cuentan que aquella noche del 4 de enero de 1938, en el Rosellón,
hacía una noche de perros. Cuentan, yo no lo sé, que en aquella pequeña aldea
asturiana hacía tiempo que esperaban que ocurriera lo que iba a pasar aquella
noche. Dicen que llovía a cántaros y que el aire embravecido hacía notar su
inquietante presencia arrojando sin piedad contra las paredes de las casas las
heladas e incesantes gotas de la torrencial lluvia. Dicen que, protegiéndose
como podían, con sus capotes, seis números de la guardia civil, del puesto de
Carbayín, fusil en mano, caminaban decididos entre el barro y los charcos de la
calle en cuesta de la aldea. Dicen que iban de a dos, con rumbo fijo, amparados
por la oscuridad, impertérritos ante la inclemencia del tiempo, guiados por el
haz de luz de sus linternas, espoleados por el odio y el afán de venganza de
quienes les mandaban. Cuentan que de algún sitio indefinido un perro bravucón y
asustado les salió al encuentro, mostrándoles, racial, sus fauces entre
despavoridos ladridos. Pese al gran tamaño del animal los guardias no se
impresionaron lo más mínimo y continuaron su marcha como si tal cosa. Sólo uno
de los que cerraban la comitiva apuntó con su linterna a los ojos del can. Éste,
cegado, no vio venir el puntapié que le partió la mandíbula. El llanto lastimero
del perro se confundió con el azote del viento y el chucho volvió a perderse,
atragantándose con su sangre, por donde había venido. Cuentan, yo no lo sé, que
en casa de Álvaro ya dormían. Dicen que fue Concha la que primero oyó los golpes
que los guardias propinaron en la puerta. Eso dicen, pero yo no lo sé.
-Despierta, Álvaro. Alguien está llamando –dijo Concha.
-¿A estas
horas? Lo habrás soñado –respondió Álvaro, dándose la vuelta en la cama.
Una nueva ráfaga de golpes sobre la puerta de madera despejó toda duda.
-¿Lo oyes? –preguntó Concha.
-Sí, ahora sí, joder –respondió Álvaro
sorprendido y asustado, sin saber muy bien qué hacer.
-Ya están aquí,
cariño… Vienen a por ti. Ya están aquí –repitió Concha, abrazándose a su
compañero, angustiada.
-Tranquila. No pasa nada –Álvaro quiso serenar a
Concha.
El joven Álvaro se acercó a una de las ventanas del cuarto.
Desde allí no pudo ver nada más que las gotas de la lluvia perseguirse por el
frágil vidrio, pero era el lugar más cercano a la realidad de lo que estaba
pasando frente a su casa, en la planta de abajo, tras la puerta, y desde donde
poder escuchar mejor las respuestas a las preguntas que bullían en su cabeza, si
es que alguien le respondía.
-¿Quién llama? –preguntó inquieto.
Obtuvo por contestación una nueva tanda de golpes secos sobre la
puerta.
-¿Quién llama? –preguntó más alto.
-Álvaro, seguro que son
ellos –advirtió Concha.
-No me responde nadie. Tengo que bajar. Tú no te
muevas de aquí –dijo Álvaro, mientras se vestía el mono azul y se calzaba las
alpargatas.
-Te van a llevar, cariño. Vienen a por ti. Te van a llevar
–Concha estaba aterrorizada.
-Será lo que tenga que ser. No pasará nada. No
te angusties, amor –sentenció Álvaro.
-Álvaro, quiero que sepas algo…
El joven clavó su mirada en los ojos húmedos de Concha. No dijo nada,
sólo aguardó a oír lo que su compañera tenía que decirle. Concha le tomó una
mano con las dos suyas y se lo dijo.
-Álvaro, vida mía… estoy
embarazada.
Los dos jóvenes se abrazaron.
-¿Está segura?
–preguntó Álvaro.
-Sí, lo estoy. Quería decírtelo mañana, en la noche. Iba a
ser mi regalo de Reyes para ti.
-¡Álvaro Ordiz, abra la puerta!
Álvaro no volvió nunca más a su casa. Ni conoció su descendencia.
Cuentan que seis meses después de aquella noche de perros, el joven Álvaro Ordiz
Sánchez, de 31 años de edad, recién cumplidos, iba a ser ejecutado en el
exterior de la tapia del cementerio católico del Salvador, en Oviedo, en la
puerta oeste del camposanto, junto a otros 29 hombres, inocentes como él. Álvaro
hacía el número 17 en la relación de los ejecutados en aquella hora del alba del
día 28 de julio de
1938, y el número 548 de los 1.210 sepultados en la fosa
común del cementerio civil.
Cuentan, yo no lo sé, que poco antes de
ser conducido a su postrer destino lo vieron garabatear unas líneas en unas
hojas de papel que un compañero de la celda de la cárcel le prestó. Dicen que le
escribía a su compañera del alma, Concepción Díaz Areces, y dicen que le puso
esto en la carta:
Cárcel Modelo de Oviedo,
28-7-1938
Galería 4ª Celda 46
A mi
querida Concha: Salud.
Ante estos momentos de angustia y dolor te
escribo estas cuatro letras desde capilla. Te digo que muero sereno, tranquilo y
orgulloso porque sé que el triunfo está próximo.
Concha querida, cuando
ésta llegue a tus manos habré dejado de existir para ti y para el mundo. Que no
te amilane mi muerte, vida mía, lleva la cabeza erguida y muy alta. ¡Muero, sí!
No como ladrón, ni criminal ni asesino. Tengo la conciencia tranquila de no
haber cometido acto alguno de esta índole, cosa que mis nobles sentimientos
repugnarían, tú lo sabes, además el hombre que va a morir dice la verdad, no
necesita mentir. Muero por ser de izquierdas, por dar el pecho por la República
y defender el Gobierno legal, y nuestros intereses de paz, fraternidad, justicia
e igualdad. Muero orgulloso, pero los que me quitan la vida serán siempre unos
asesinos, destructores de la humanidad proletaria. Resígnate al hondo dolor que
en estos momentos te ha de embargar. Yo ya estoy resignado, muero por un ideal
y como tal no me importa la muerte. ¡Tan feliz como era a tu lado! Cuando la
dicha y el amor más fiel nos rodeaba surge este horroroso espectro de la guerra,
deshaciéndolo todo, nuestro amor, nuestra felicidad y nuestro hogar. ¡Qué
horrible es todo esto! ¡Qué triste fin el mío!... en fin, perdona amadísima
Concha, pero no puedo más, la pluma se niega a continuar rasgando sobre el
papel, cada trazo es un girón de mi corazón, los sollozos me ahogan, pienso en
ti, en esa criatura que llevas dentro, carne y sangre de mi alma, que nunca
veré. Pienso en mi pobre madre, en mis hermanos, en fin… en todos a los que
quiero, todos pasáis por mi mente, para todos serán mis últimos instantes. ¡Qué
triste no poder besaros ni estrecharos por última vez! Te pido que no me llores,
que no me guardes luto, la República hará justicia.
Cuida de nuestro
hijo, fruto de nuestro amor inmenso. Procura hacer, una vez triunfe la
República, todo lo posible para educarle en mis ideales, que no llegue a ser tan
esclavo de la vida como lo fui yo. Y tú, amor, si alguna vez encuentras a un
hombre que te quiera de verdad no dudes en hacerlo compañero tuyo y que te ayude
en todo lo que haga falta para cuidar de ti y de nuestra criatura, y te pido,
Concha, que jamás consientas que hagan burla de ti los que me llevaron a mí a la
muerte, porque no tienes que temer nada. Tú sabes que me matan por unos ideales,
pero jamás por ladrón o asesino. Cuida a nuestro hijito, hazlo digno del nombre
de su padre. Dile siempre porqué muero y te pido por favor, amor mío, que
celebréis siempre, siempre su cumpleaños el día de Reyes, para que sepa que él
fue el mayor regalo que tú me has hecho nunca. Acordaros de mí y de lo mucho que
me hubiera gustado estar a vuestro lado en esos momentos. Concha, recibe el beso
frío y póstumo de éste que te quiso, te quiere y desde ultratumba te seguirá
amando. ¡Que la suerte os acompañe a todos y no sea lo ingrata que para mí ha
sido!
Son las 5,30 de la madrugada y me falta tan sólo una hora.
Hasta la eternidad, amor,
tu
Álvaro.
Cuentan, yo no lo sé, que cinco minutos después de escribir esta
carta se encendieron las luces de la cárcel, que Álvaro le pidió a un compañero
que hiciese llegar a su casa la misiva. Después se oyeron pasos y cerrojazos en
las galerías y varios oficiales de la prisión recorrieron divertidos, lista en
mano, las celdas donde velaban los reos que habían de morir aquel día. Dicen que
vociferaban los nombres de los mártires y que cada uno de los referidos
contestaba con un “presente” y después se oía la consabida respuesta del
oficial: “vístase”.
Cuentan que cuando Álvaro era conducido por el
pasillo, a juntarse con los otros veintinueve sentenciados, en el rastrillo,
dejó salir de su pecho un grito de viva a la República, amplificado por el
silencio de la noche y el retumbar en la oquedad de la galería. Dicen, yo no lo
sé, que luego se oyó el culatazo de un fusil sobre su cuerpo y un quejido
angustiado de Álvaro.
Eso es lo que cuentan, yo no lo sé. Lo que sí sé
es que este año volveremos a celebrar el cumpleaños de mi madre el día de Reyes,
aunque ella nació en agosto. Mi abuelo, Álvaro, lo dejó escrito y desde entonces
cada año se cumple su voluntad. Él sigue enterrado en la fosa común del
cementerio del Salvador de Oviedo. Mi abuela, Concha, murió hace unos años, sin
saber dónde se encontraba sepultado el hombre de su vida. Algún día podrán
reposar juntos para toda la eternidad. Algún día de Reyes volverán a estar
unidos. Tal vez.
FIN
Nicanor García Ordiz